Dreaming

Dreaming
Dulce Chávez

Del vientre a la lluvia.

Mis ojos ya no me permiten ver lo que deseo ver, lo hacen por ellos mismos, no puedo confiarles nada, es inútil continuar mirando si lo que veo es irracionalidad andante. Busco las respuestas dentro de mi mente, no hay nada allí tampoco.
Hablamos de temas elocuentes, discusiones embriagantes, tequila resbalando por mi garganta, quemándola… el cielo se torna púrpura y de nuevo comienza la tortuosa pérdida de habilidad para recordar y ver la engañosa realidad que va formando figuras transparentes mientras viejas historias susurran a mi oído y vienen a contarme cómo fue lo que viene por delante…
La identidad que hemos perdido no regresará a menos que escarbemos muy dentro de nosotros mismos. Es necesario conocernos, y conocernos no sólo implica el mirarte en un espejo o tener un nombre, conocerte es el hecho de preguntarte ¿Quién eres? ¿De dónde eres? ¿A quién perteneces? Y cómo contestar estas interrogantes ¿Imaginando? ¿Buscando respuestas absurdas en el momento más crítico de la humanidad? Donde lo hemos perdido absolutamente todo… Donde lo humano se vuelve bestial, brutal, agresivo. Ya nada es como debería ser.
Recordábamos las tardes en que la lluvia caía con tal gracia y agilidad, mojaba árboles, casas, los niños bailaban bajo el manto que las nubes, negras y enormes, cubrían a la pequeña ciudad apenas habitada. Hablábamos nuevamente de todo lo que alguna vez fue.
“El tiempo ha envejecido; pero hasta hoy, cuando el año llega a mayo, los ancianos sentados a la puerta de sus casas pueden predecir, observando la lucha de los vientos, si la estación de lluvias es mala o buena.” [1]
Nos hemos dedicado todo este tiempo a ver, a actuar y a sentir cosas ajenas, percibimos lo que está fuera de nuestro alcance, no buscamos dentro de nosotros, hay un miedo interno que nos consume por la falta de un rostro. Tenemos cara, sí, y nos vemos obligados a mostrarla a diario sin saber quiénes somos con exactitud; sin embargo no tenemos rostro, es sólo una máscara lo que llevamos sobre nosotros para cubrir lo que ni siquiera sabemos que somos.
Caminamos y hablamos en silencio tratando de esconder las palabras que más hieren nuestra mente llena de memorias rotas. Una lobotomía cerebral. Hablando, ambos nos damos cuenta de que hemos vivido ajenos a nuestro verdadero yo, ajenos a nuestras verdaderas raíces, ajenos a la verdadera causa de que estemos aquí justo ahora.
Ah, y como diría Samuel Ramos: “No se puede negar que el interés por la cultura extranjera ha tenido para muchos mexicanos el sentido de una fuga espiritual de su propia tierra. La cultura, en este caso, es un claustro en el que se refugian los hombres que desprecian la realidad patria para ignorarla.”
Esto nos da a entender que tenemos la necesidad de satisfacer ciertas curiosidades acerca de otras culturas, otros modos de vida, porque cultura es todo lo que crea el hombre; sin embargo estamos cayendo en un círculo vicioso, donde lo único que nos importa es imitar, y no es malo imitar, la cosa es que hay que ser buenos imitadores. Así es como hemos ido tratando de retroalimentarnos a nosotros mismos gracias a los demás; pero, por otro lado, estamos perdiendo la verdadera autenticidad que teníamos, la verdadera identidad, las costumbres puras.
Hemos discutido esto por un largo rato, me sirvo un caballito más de tequila y lo saboreo, el sabor es amargo al principio, después caliente, al final rasposo. Me doy cuenta de cuánto hemos cambiado, es una idea extraordinaria y triste a la vez. Me doy cuenta que hemos estado hablando por horas de un tema prácticamente indiscutible, las historias acerca de la vida, la muerte, las costumbres, las creencias… ahora son sólo eso, historias. ¡Ah, lo que daría por regresar a aquellos tiempos memoriales donde todo era fantasía pura! Donde había cientos de Dioses para adorar, ritos, fiestas, diversión, comida, infinidad de bellísimas locuras extraterrenales para creer, un lugar donde no era nada y todo podía ser.
Mi compañera enciende su mirada, observa a lo lejos, allá en las montañas y me describe su historia. Es tiempo de volver a creer, el hombre siempre ha de inventar mitos, algunos más creíbles que otros, pero a fin de cuentas siguen siendo mitos. Y sí, así es como mi compañera llegó a este lugar, creo en eso, en ella, en la lluvia danzante que le acompaña cada que desea, escuchando a lo lejos los repiqueteos.
Es poética la manera tan melancólica y poco usual en que lo hemos perdido todo. Volvamos años atrás buscando conocernos a nosotros mismos a través de las mentes irregulares de aquellos que se esconden de los Dioses ocultando su figura humana en animales.
Insisto en que debemos reencontrar la vitalidad que nos debe hacer seres con un rostro, una identidad pura, dejemos de encontrar las respuestas en lugares remotos, desconocidos; dejemos de preocuparnos por imitar, por seguir tendencias que nada tienen que ver con nuestra verdadera persona.
Pero de nuevo entramos en el dilema de ¿Quiénes somos? Pues es simple: seres en busca de sí mismos, de una verdadera persona, un rostro auténtico. Aun estamos en esa etapa en que nada nos pertenece, México es joven para todo lo que ha perdido y debemos salvar lo poco que ha quedado de él.
Hablando con ella me di cuenta de la gran riqueza que abunda frente a nuestras narices, y ni siquiera lo notamos… la vida nos pasa desapercibida, ajena, libre, alejada…
Hemos olvidado el pasado, no regresamos la mirada para aprender, para conocernos a nosotros mismos, para analizar. Las personas viejas que provienen de las raíces de los árboles me miran, hablan acerca de sus bellas historias de vidas pasadas. Una gota de melancólica e infinita tristeza se apodera de mi ojo izquierdo, pronto el derecho se llena completamente y resbalan por mi mejilla.
“Debemos dejar se complejo de inferioridad” Es lo que me dice una de las personas árbol. Busco la manera de solucionarlo, ahora es demasiado tarde, no tengo tiempo ni edad suficiente para tratar de solucionarlo. Lluvia vino por mí, es hora de que todo termine y me quede con la ilusión de mis sueños, con la esperanza de poder cambiar esto…

Dulce Chávez


[1] Andrés Henestrosa Los hombres que dispersó la danza, pág. 44